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viernes, 1 de enero de 2010

Crepusculo- Cap 12

Juegos Malabares

— ¡Billy! —le llamó Charlie tan pronto como se bajó del coche.



Me volví hacia la casa y, una vez me hube guarecido debajo del porche, hice señales a Jacob para que entrase. Oí a Charlie saludarlos efusivamente a mis espaldas.



—Jake, voy a hacer como que no te he visto al volante —dijo con desaprobación.



—En la reserva conseguimos muy pronto los permisos de conducir —replicó Jacob mientras yo abría la puerta y encendía la luz del porche.



—Seguro que sí —se rió Charlie.



—De alguna manera he de dar una vuelta.



A pesar de los años transcurridos, reconocí con facilidad la voz retumbante de Billy. Su sonido me hizo sentir repentinamente más joven, una niña.



Entré en la casa, dejando abierta la puerta detrás de mí, y fui encendiendo las luces antes de colgar mi cazadora. Luego, permanecí en la puerta, contemplando con ansiedad cómo Charlie y Jacob ayudaban a Billy a salir del coche y a sentarse en la silla de ruedas.



Me aparté del camino mientras entraban a toda prisa sacudiéndose la lluvia.



—Menuda sorpresa —estaba diciendo Charlie.



—Hace ya mucho tiempo que no nos vemos. Confío en que no sea un mal momento —respondió Billy, cuyos inescrutables ojos oscuros volvieron a fijarse en mí.



—No, es magnífico. Espero que os podáis quedar para el partido.



Jacob mostró una gran sonrisa.



—Creo que ése es el plan... Nuestra televisión se estropeó la semana pasada.



Billy le dirigió una mueca a su hijo y añadió:



—Y, por supuesto, Jacob deseaba volver a ver a Bella.



Jacob frunció el ceño y agachó la cabeza mientras yo reprimía una oleada de remordimiento. Tal vez había sido demasiado convincente en la playa.



— ¿Tenéis hambre? —pregunté mientras me dirigía hacia la cocina, deseosa de escaparme de la inquisitiva mirada de Billy.



—No, cenamos antes de venir —respondió Jacob.



— ¿Y tú, Charlie? —le pregunté de refilón al tiempo que doblaba la esquina a toda prisa para escabullirme.



—Claro —replicó. Su voz se desplazó hacia la habitación de en frente, hacia el televisor. Oí cómo le seguía la silla de Billy.



Los sandwiches de queso se estaban tostando en la sartén mientras cortaba en rodajas un tomate cuando sentí que había alguien a mis espaldas.



—Bueno, ¿cómo te va todo? —inquirió Jacob.



—Bastante bien —sonreí. Era difícil resistirse a su entusiasmo—. ¿Y a ti? ¿Terminaste el coche?



—No —arrugó la frente—. Aún necesito piezas. Hemos pedido prestado ése —comentó mientras señalaba con el pulgar en dirección al patio delantero.



—Lo siento, pero no he visto ninguna pieza. ¿Qué es lo que estáis buscando?



—Un cilindro maestro —sonrió de oreja a oreja y de repente añadió—: ¿Hay algo que no funcione en el monovolumen?



—Ah. Me lo preguntaba al ver que no lo conducías.



Mantuve la vista fija en la sartén mientras levantaba el extremo de un sándwich para comprobar la parte inferior.



—Di un paseo con un amigo.



—Un buen coche —comentó con admiración—, aunque no reconocí al conductor. Creía conocer a la mayoría de los chicos de por aquí.



Asentí sin comprometerme ni alzar los ojos mientras daba la vuelta a los sandwiches.



—Papá parecía conocerle de alguna parte.



—Jacob, ¿me puedes pasar algunos platos? Están en el armario de encima del fregadero.



—Claro.



Tomó los platos en silencio. Esperaba que dejara el asunto.



— ¿Quién es? —preguntó mientras situaba dos platos sobre la encimera, cerca de mí. Suspiré derrotada.



—Edward Cullen.



Para mi sorpresa, rompió a reír. Alcé la vista hacia él, que parecía un poco avergonzado.



—Entonces, supongo que eso lo explica todo —comentó—. Me preguntaba por qué papá se comportaba de un modo tan extraño.



—Es cierto —simulé una expresión inocente—. No le gustan los Cullen.



—Viejo supersticioso —murmuró en un susurro.



—No crees que se lo vaya a decir a Charlie, ¿verdad? —no pude evitar el preguntárselo. Las palabras, pronunciadas en voz baja, salieron precipitadamente de mis labios.



—Lo dudo —respondió finalmente—. Creo que Charlie le soltó una buena reprimenda la última vez, y desde entonces no han hablado mucho. Me parece que esta noche es una especie de reencuentro, por lo que no creo que papá lo vuelva a mencionar.



—Ah —dije, intentando parecer indiferente.



Me quedé en el cuarto de estar después de llevarle a Charlie la cena, fingiendo ver el partido mientras Jacob charlaba conmigo; pero, en realidad, estaba escuchando la conversación de los dos hombres, atenta a cualquier indicio de algo sospechoso y buscando la forma de detener a Billy llegado el momento.



Fue una larga noche. Tenía muchos deberes sin hacer, pero temía dejar a Billy a solas con Charlie. Finalmente, el partido terminó.



— ¿Vais a regresar pronto tus amigos y tú a la playa? —preguntó Jacob mientras empujaba la silla de su padre fuera del umbral.



—No estoy segura —contesté con evasivas.



—Ha sido divertido, Charlie ——dijo Billy.



—Acércate a ver el próximo partido —le animó Charlie.



—Seguro, seguro —dijo Billy—. Aquí estaremos. Que paséis una buena noche —sus ojos me enfocaron y su sonrisa desapareció al agregar con gesto serio—: Cuídate, Bella.



—Gracias —musité desviando la mirada.



Me dirigí hacia las escaleras mientras Charlie se despedía con la mano desde la entrada.



—Aguarda, Bella —me pidió.



Me encogí. ¿Le había dicho Billy algo antes de que me reuniera con ellos en el cuarto de estar?



Pero Charlie aún seguía relajado y sonriente a causa de la inesperada visita.



—No he tenido ocasión de hablar contigo esta noche. ¿Qué tal te ha ido el día?



—Bien —vacilé, con un pie en el primer escalón, en busca de detalles que pudiera compartir con él sin comprometerme—. Mi equipo de bádminton ganó los cuatro partidos.



— ¡Vaya! No sabía que supieras jugar al bádminton.



—Bueno, lo cierto es que no, pero mi compañero es realmente bueno —admití.



— ¿Quién es? —inquirió en señal de interés.



—Eh... Mike Newton —le revelé a regañadientes.



—Ah, sí. Me comentaste que eras amiga del chico de los Newton —se animó—. Una buena familia —musitó para sí durante un minuto—. ¿Por qué no le pides que te lleve al baile este fin de semana?



— ¡Papá! —gemí—. Está saliendo con mi amiga Jessica. Además, sabes que no sé bailar.



—Ah, sí—murmuró. Entonces me sonrió con un gesto de disculpa—. Bueno, supongo que es mejor que te vayas el sábado. .. Había planeado ir de pesca con los chicos de la comisaría. Parece que va a hacer calor de verdad, pero me puedo quedar en casa si quieres posponer tu viaje hasta que alguien te pueda acompañar. Sé que te dejo aquí sola mucho tiempo.



—Papá, lo estás haciendo fenomenal —le sonreí con la esperanza de ocultar mi alivio—. Nunca me ha preocupado estar sola, en eso me parezco mucho a ti.



Le guiñé un ojo, y al sonreírme le salieron arrugas alrededor de los ojos.



Esa noche dormí mejor porque me encontraba demasiado cansada para soñar de nuevo. Estaba de buen humor cuando el gris perla de la mañana me despertó. La tensa velada con Billy y Jacob ahora me parecía inofensiva y decidí olvidarla por completo. Me descubrí silbando mientras me recogía el pelo con un pasador. Luego, bajé las escaleras dando saltos. Charlie, que desayunaba sentado a la mesa, se dio cuenta y comentó:



—Estás muy alegre esta mañana.



Me encogí de hombros.



—Es viernes.



Me di mucha prisa para salir en cuanto se fuera Charlie. Había preparado la mochila, me había calzado los zapatos y cepillado los dientes, pero Edward fue más rápido a pesar de que salí disparada por la puerta en cuanto me aseguré de que Charlie se había perdido de vista. Me esperaba en su flamante coche con las ventanillas bajadas y el motor apagado.



Esta vez no vacilé en subirme al asiento del copiloto lo más rápidamente posible para verle el rostro. Me dedicó esa sonrisa traviesa y abierta que me hacía contener el aliento y me paralizaba el corazón. No podía concebir que un ángel fuera más espléndido. No había nada en Edward que se pudiera mejorar.



— ¿Cómo has dormido? —me preguntó. ¿Sabía lo atrayente que resultaba su voz?



—Bien. ¿Qué tal tu noche?



—Placentera.



Una sonrisa divertida curvó sus labios. Me pareció que me estaba perdiendo una broma privada.



— ¿Puedo preguntarte qué hiciste?



—No —volvió a sonreír—, el día de hoy sigue siendo mío.



Quería saber cosas sobre la gente, sobre Renée, sus aficiones, qué hacíamos juntas en nuestro tiempo libre, y luego sobre la única abuela a la que había conocido, mis pocos amigos del colegio y... me puse colorada cuando me preguntó por los chicos con los que había tenido citas. Me aliviaba que en realidad nunca hubiera salido con ninguno, por lo que la conversación sobre ese tema en particular no fue demasiado larga. Pareció tan sorprendido como Jessica y Angela por mi escasa vida romántica.



— ¿Nunca has conocido a nadie que te haya gustado? —me preguntó con un tono tan serio que me hizo preguntarme qué estaría pensando al respecto.



De mala gana, fui sincera:



—En Phoenix, no.



Frunció los labios con fuerza.



Para entonces, nos hallábamos ya en la cafetería. El día había transcurrido rápidamente en medio de ese borrón que se estaba convirtiendo en rutina. Aproveché la breve pausa para dar un mordisco a mi rosquilla.



—Hoy debería haberte dejado que condujeras —anunció sin venir a cuento mientras masticaba.



— ¿Por qué? —quise saber.



—Me voy a ir con Alice después del almuerzo.



—Vaya —parpadeé, confusa y desencantada—. Está bien, no está demasiado lejos para un paseo.



Me miró con impaciencia.



—No te voy a hacer ir a casa andando. Tomaremos tu coche y lo dejaremos aquí para ti.



—No llevo la llave encima —musité—. No me importa caminar, de verdad.



Lo que me importaba era disponer de menos tiempo en su compañía.



Negó con la cabeza.



—Tu monovolumen estará aquí y la llave en el contacto, a menos que temas que alguien te lo pueda robar.



Se rió sólo de pensarlo.



—De acuerdo —acepté con los labios apretados.



Estaba casi segura de que tenía la llave en el bolsillo de los vaqueros que había llevado el miércoles, debajo de una pila de ropa en el lavadero.



Jamás la encontraría, aunque irrumpiera en mi casa o cualquier otra cosa que estuviera planeando. Pareció percatarse del desafío implícito en mi aceptación, pero sonrió burlón, demasiado seguro de sí mismo.



— ¿Adonde vas a ir? —pregunté de la forma más natural que fui capaz.



—De caza —replicó secamente—. Si voy a estar a solas contigo mañana, voy a tomar todas las precauciones posibles —su rostro se hizo más taciturno y suplicante—. Siempre lo puedes cancelar, ya sabes.



Bajé la vista, temerosa del persuasivo poder de sus ojos. Me negué a dejarme convencer de que le temiera, sin importar lo real que pudiera ser el peligro. No importa, me repetí en la mente.



—No —susurré mientras le miraba a la cara—. No puedo.



—Tal vez tengas razón —murmuró sombríamente.



El color de sus ojos parecía oscurecerse conforme lo miraba.



Cambié de tema.



— ¿A qué hora te veré mañana? —quise saber, ya deprimida por la idea de tener que dejarle ahora.



—Eso depende... Es sábado. ¿No quieres dormir hasta tarde? —me ofreció.



—No —respondí a toda prisa. Contuvo una sonrisa.



—Entonces, a la misma hora de siempre —decidió—. ¿Estará Charlie ahí?



—No, mañana se va a pescar.



Sonreí abiertamente ante el recuerdo de la forma tan conveniente con que se habían solucionado las cosas.



— ¿Y qué pensará si no vuelves? —inquirió con la voz cortante.



—No tengo ni idea —repliqué con frialdad—. Sabe que tengo intención de hacer la colada. Tal vez crea que me he caído dentro de la lavadora.



Me miró con el ceño enfurruñado y yo hice lo mismo. Su rabia fue mucho más impresionante que la mía.



— ¿Qué vas a cazar esta noche? —le pregunté cuando estuve segura de haber perdido el concurso de ceños.



—Cualquier cosa que encontremos en el parque —parecía divertido por mi informal referencia a sus actividades secretas—. No vamos a ir lejos.



— ¿Por qué vas con Alice? —me extrañé.



—Alice es la más... compasiva.



Frunció el ceño al hablar.



— ¿Y los otros? —Pregunté con timidez—. ¿Cómo se lo toman?



Arrugó la frente durante unos momentos.



—La mayoría con incredulidad.



Miré a hurtadillas y con rapidez a su familia. Permanecían sentados con la mirada perdida en diferentes direcciones, del mismo modo que la primera vez que los vi. Sólo que ahora eran cuatro, su hermoso hermano con pelo de bronce se sentaba frente a mí con los dorados ojos turbados.



—No les gusto —supuse.



—No es eso —disintió, pero sus ojos eran demasiado inocentes para mentir—. No comprenden por qué no te puedo dejar sola.



Sonreí de oreja a oreja.



—Yo tampoco, si vamos al caso.



Edward movió la cabeza lentamente y luego miró al techo antes de que nuestras miradas volvieran a encontrarse.



—Te lo dije, no te ves a ti misma con ninguna claridad. No te pareces a nadie que haya conocido. Me fascinas.



Le dirigí una mirada de furia, segura de que hablaba en broma. Edward sonrió al descifrar mi expresión.



—Al tener las ventajas que tengo —murmuró mientras se tocaba la frente con discreción—, disfruto de una superior comprensión de la naturaleza humana. Las personas son predecibles, pero tú nunca haces lo que espero. Siempre me pillas desprevenido.



Desvié la mirada y mis ojos volvieron a vagar de vuelta a su familia, avergonzada y decepcionada. Sus palabras me hacían sentir como una cobaya. Quise reírme de mí misma por haber esperado otra cosa.



—Esa parte resulta bastante fácil de explicar —continuó. Aunque todavía no era capaz de mirarle, sentí sus ojos fijos en mi rostro—, pero hay más, y no es tan sencillo expresarlo con palabras...



Seguía mirando fijamente a los Cullen mientras él hablaba. De repente, Rosalie, su rubia e impresionante hermana, se volvió para echarme un vistazo. No, no para echarme un vistazo. Para atraparme en una mirada feroz con sus ojos fríos y oscuros. Hasta que Edward se interrumpió a mitad de frase y emitió un bufido muy bajo. Fue casi un siseo.



Rosalie giró la cabeza y me liberé. Volví a mirar a Edward, y supe que podía ver la confusión y el miedo que me había hecho abrir tanto los ojos. Su rostro se tensó mientras se explicaba:



—Lo lamento. Ella sólo está preocupada. Ya ves... Después de haber pasado tanto tiempo en público contigo no es sólo peligroso para mí si... —bajó la vista.



— ¿Si...?



—Si las cosas van mal.



Dejó caer la cabeza entre las manos, como aquella noche en Port Angeles. Su angustia era evidente. Anhelaba confortarle, pero estaba muy perdida para saber cómo hacerlo. Extendí la mano hacia él involuntariamente, aunque rápidamente la dejé caer sobre la mesa, ante el temor de que mi caricia empeorase las cosas. Lentamente comprendía que sus palabras deberían asustarme. Esperé a que el miedo llegara, pero todo lo que sentía era dolor por su pesar.



Y frustración... Frustración porque Rosalie hubiera interrumpido fuera lo que fuera lo que estuviese a punto de decir. No sabía cómo sacarlo a colación de nuevo. Seguía con la cabeza entre las manos. Intenté hablar con un tono de voz normal:



— ¿Tienes que irte ahora?



—Sí —alzó el rostro, por un momento estuvo serio, pero luego cambió de estado de ánimo y sonrió—. Probablemente sea lo mejor. En Biología aún nos quedan por soportar quince minutos de esa espantosa película. No creo que lo aguante más.



Me llevé un susto. De repente, Alice se encontraba en pie detrás del hombro de Edward. Su pelo corto y de punta, negro como la tinta, rodeaba su exquisita, delicada y pequeña faz como un halo impreciso. Su delgada figura era esbelta y grácil incluso en aquella absoluta inmovilidad. Edward la saludó sin desviar la mirada de mí.



—Alice.



—Edward —respondió ella. Su aguda voz de soprano era casi tan atrayente como la de su hermano.



—Alice, te presento a Bella... Bella, ésta es Alice —nos presentó haciendo un gesto informal con la mano y una seca sonrisa en el rostro.



—Hola, Bella —sus brillantes ojos de color obsidiana eran inescrutables, pero la sonrisa era cordial—. Es un placer conocerte al fin.



Edward le dirigió una mirada sombría.



—Hola, Alice —musité con timidez.



— ¿Estás preparado? —le preguntó.



—Casi —replicó Edward con voz distante—. Me reuniré contigo en el coche.



Alice se alejó sin decir nada más. Su andar era tan flexible y sinuoso que sentí una aguda punzada de celos.



—Debería decir «que te diviertas», ¿o es el sentimiento equivocado? —le pregunté volviéndome hacia él.



—No, «que te diviertas» es tan bueno como cualquier otro.



Esbozó una amplia sonrisa.



—En tal caso, que te diviertas.



Me esforcé en parecer sincera, pero, por supuesto, no le engañé.



—Lo intentaré —seguía sonriendo—. Y tú, intenta mantenerte a salvo, por favor.



—A salvo en Forks... ¡Menudo reto!



—Para ti lo es —el rostro se endureció—. Prométemelo.



—Prometo que intentaré mantenerme ilesa —declamé—. Esta noche haré la colada... Una tarea que no debería entrañar demasiado peligro.



—No te caigas dentro de la lavadora —se mofó.



—Haré lo que pueda.



Se puso en pie y yo también me levanté.



—Te veré mañana —musité.



—Te parece mucho tiempo, ¿verdad? —murmuró.



Asentí con desánimo.



—Por la mañana, allí estaré —me prometió esbozando su sonrisa picara.



Extendió la mano a través de la mesa para acariciarme la cara, me rozó levemente los pómulos y luego se dio la vuelta y se alejó. Clavé mis ojos en él hasta que se marchó.



Sentí la enorme tentación de hacer novillos el resto del día, faltar al menos a clase de Educación física, pero mi instinto me detuvo. Sabía que Mike y los demás darían por supuesto que estaba con Edward si desaparecía ahora, y a él le preocupaba el tiempo que pasábamos juntos en público por si las cosas no salían bien. Me negué a entretenerme con ese último pensamiento y en vez de eso, concentré mi atención en hacer que las cosas fueran más seguras para él.



Intuitivamente, sabía —y me daba cuenta de que él también lo creía así— que mañana iba a ser un momento crucial. Nuestra relación no podía continuar en el filo de la navaja. Caeríamos a uno u otro lado, dependiendo por completo de su elección o de sus instintos. Había tomado mi decisión, lo había hecho incluso antes de haber sido consciente de la misma y me comprometí a llevarla a cabo hasta el final, porque para mí no había nada más terrible e insoportable que la idea de separarme de él. Me resultaba imposible.



Resignada, me dirigí a clase. Para ser sincera, no sé qué sucedió en Biología, estaba demasiado preocupada con los pensamientos de lo que sucedería al día siguiente. En la clase de gimnasia, Mike volvía a dirigirme la palabra otra vez. Me deseó que tuviera buen tiempo en Seattle. Le expliqué con detalle que, preocupada por el coche, había cancelado mi viaje.



— ¿Vas a ir al baile con Cullen? —preguntó, repentinamente mohíno.



—No, no voy a ir con nadie.



—Entonces, ¿qué vas a hacer? —inquirió con demasiado interés.



Mi reacción instintiva fue decirle que dejara de entrometerse, pero en lugar de eso le mentí alegremente.



—La colada, y he de estudiar para el examen de Trigonometría o voy a suspender.



— ¿Te está ayudando Cullen con los estudios?



—Edward —enfaticé— no me va ayudar con los estudios. Se va a no sé dónde durante el fin de semana.



Noté con sorpresa que las mentiras me salían con mayor naturalidad que de costumbre.



—Ah —se animó—. Ya sabes, de todos modos, puedes venir al baile con nuestro grupo. Estaría bien. Todos bailaríamos contigo —prometió.



La imagen mental del rostro de Jessica hizo que el tono de mi voz fuera más cortante de lo necesario.



—Mike, no voy a ir al baile, ¿de acuerdo?



—Vale —se enfurruñó otra vez—. Sólo era una oferta.



Cuando al fin terminaron las clases, me dirigí al aparcamiento sin entusiasmo. No me apetecía especialmente ir a casa a pie, pero no veía la forma de recuperar el monovolumen. Entonces, comencé a creer una vez más que no había nada imposible para él. Este último instinto demostró ser correcto: mi coche estaba en la misma plaza en la que él había aparcado el Volvo por la mañana. Incrédula, sacudí la cabeza mientras abría la puerta —no estaba echado el pestillo— y vi las llaves en el bombín de la puesta en marcha.



Había un pedazo de papel blanco doblado sobre mi asiento. Lo tomé y cerré la puerta antes de desdoblarlo. Había escrito dos palabras con su elegante letra: «Sé prudente».



El sonido del motor al arrancar me asustó. Me reí de mí misma.



El pomo de la puerta estaba cerrado y el pestillo sin echar, tal y como se había quedado por la mañana. Una vez dentro, me fui directa al lavadero. Parecía que todo seguía igual. Hurgué entre la ropa en busca de mis vaqueros y revisé los bolsillos una vez que los hube encontrado. Vacíos. Quizás las hubiera dejado colgando dentro del coche, pensé sacudiendo la cabeza.



Siguiendo el mismo instinto que me había movido a mentir a Mike, telefoneé a Jessica so pretexto de desearle suerte en el baile. Cuando ella me deseó lo mismo para mi día con Edward, le hablé de la cancelación. Parecía más desencantada de lo realmente necesario para ser una observadora imparcial. Después de eso, me despedí rápidamente.



Charlie estuvo distraído durante la cena, supuse que le preocupaba algo relacionado con el trabajo, o tal vez con el partido de baloncesto, o puede que le hubiera gustado de verdad la lasaña. Con Charlie, era difícil saberlo.



— ¿Sabes, papá? —comencé, interrumpiendo su meditación.



— ¿Qué pasa, Bella?



—Creo que tienes razón en lo del viaje a Seattle. Me parece que voy a esperar hasta que Jessica o algún otro me puedan acompañar.



—Ah —dijo sorprendido—. De acuerdo. Bueno, ¿quieres que me quede en casa?



—No, papá, no cambies de planes. Tengo un millón de cosas que hacer: los deberes, la colada, necesito ir a la biblioteca y al supermercado. Estaré entrando y saliendo todo el día. Ve y diviértete.



— ¿Estás segura?



—Totalmente, papá. Además, el nivel de pescado del congelador está bajando peligrosamente... Hemos descendido hasta tener reservas sólo para dos o tres años.



Me sonrió.



—Resulta muy fácil vivir contigo, Bella.



—Podría decir lo mismo de ti —contesté entre risas demasiado apagadas, pero no pareció notarlo. Me sentí culpable por hacerle creer aquello, y estuve a punto de seguir el consejo de Edward y decirle dónde iba a estar. A punto.



Después de la cena, doblé la ropa y puse otra colada en la secadora. Por desgracia, era la clase de trabajo que sólo mantiene ocupadas las manos y mi mente tuvo demasiado tiempo libre, sin duda, y debido a eso perdí el control. Fluctuaba entre una ilusión tan intensa que se acercaba al dolor y un miedo insidioso que minaba mi resolución. Tuve que seguir recordándome que ya había elegido y que no había vuelta atrás. Saqué del bolsillo la nota de Edward dedicando mucho más esfuerzo del necesario para embeberme con las dos simples palabras que había escrito. El quería que estuviera a salvo, me dije una y otra vez. Sólo podía aferrarme a la confianza de que al fin ese deseo prevaleciera sobre los demás. ¿Qué otra alternativa tenía? ¿Apartarle de mi vida? Intolerable. Además, en realidad, parecía que toda mi vida girase en torno a él desde que vine a Forks.



Una vocecita preocupada en el fondo de mi mente se preguntaba cuánto dolería en el caso de que las cosas terminaran mal.



Me sentí aliviada cuando se hizo lo bastante tarde para acostarme. Sabía de sobra que estaba demasiado estresada para dormir, por lo que hice algo que nunca había hecho antes: tomar sin necesidad y de forma consciente una medicina para el resfriado, de esas que me dejaban grogui durante unas ocho horas. Normalmente no hubiera justificado esa clase de comportamiento en mí misma, pero el día siguiente ya iba a ser bastante complicado como para añadirle que estuviera atolondrada por no haber pegado ojo. Me sequé el pelo hasta que estuvo totalmente liso y me ocupé de la ropa que llevaría al día siguiente mientras aguardaba a que hiciera efecto el fármaco.



Una vez que lo tuve todo listo para el día siguiente, me tendí al fin en la cama. Estaba agitada, sin poder parar de dar vueltas. Me levanté y revolví la caja de zapatos con los CD hasta encontrar una recopilación de los nocturnos de Chopin. Lo puse a un volumen muy bajo y volví a tumbarme, concentrándome en ir relajando cada parte de mi cuerpo. En algún momento de ese ejercicio, hicieron efecto las pastillas contra el resfriado y, por suerte, me quedé dormida.



Me desperté a primera hora después de haber dormido a pierna suelta y sin pesadillas gracias al innecesario uso de los fármacos. Aun así, salté de la cama con el mismo frenesí de la noche anterior. Me vestí rápidamente, me ajusté el cuello alrededor de la garganta y seguí forcejeando con el suéter de color canela hasta colocarlo por encima de los vaqueros. Con disimulo, eché un rápido vistazo por la ventana para verificar que Charlie se había marchado ya. Una fina y algodonosa capa de nubes cubría el cielo, pero no parecía que fuera a durar mucho. Desayuné sin saborear lo que comía y me apresuré a fregar los platos en cuanto hube terminado. Volví a echar un vistazo por la ventana, pero no se había producido cambio alguno. Apenas había terminado de cepillarme los dientes y me disponía a bajar las escaleras cuando una sigilosa llamada de nudillos provocó un sordo golpeteo de mi corazón contra las costillas.



Fui corriendo hacia la entrada. Tuve un pequeño problema con el pestillo, pero al fin conseguí abrir la puerta de un tirón y allí estaba él. Se desvaneció toda la agitación y recuperé la calma en cuanto vi su rostro.



Al principio no estaba sonriente, sino sombrío, pero su expresión se alegró en cuanto se fijó en mí, y se rió entre dientes.



—Buenos días.



— ¿Qué ocurre?



Eché un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me había olvidado de ponerme nada importante, como los zapatos o los pantalones.



—Vamos a juego.



Se volvió a reír. Me di cuenta de que él llevaba un gran suéter ligero del mismo color que el mío, cuyo cuello a la caja dejaba al descubierto el de la camisa blanca que llevaba debajo, y unos vaqueros azules. Me uní a sus risas al tiempo que ocultaba una secreta punzada de arrepentimiento... ¿Por qué tenía él que parecer un modelo de pasarela y yo no?



Cerré la puerta al salir mientras él se dirigía al monovolumen. Aguardó junto a la puerta del copiloto con una expresión resignada y perfectamente comprensible.



—Hicimos un trato —le recordé con aire de suficiencia mientras me encaramaba al asiento del conductor y me estiraba para abrirle la puerta.



— ¿Adonde? —le pregunté.



—Ponte el cinturón... Ya estoy nervioso.



Le dirigí una mirada envenenada mientras le obedecía.



— ¿Adonde? —repetí suspirando.



—Toma la 101 hacia el norte —ordenó.



Era sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera al mismo tiempo que sentía sus ojos clavados en mi rostro. Lo compensé conduciendo con más cuidado del habitual mientras cruzaba las calles del pueblo, aún dormido.



— ¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?



—Un poco de respeto —le recriminé—, este trasto tiene los suficientes años para ser el abuelo de tu coche.



A pesar de su comentario recriminatorio, pronto atisbamos los límites del pueblo. Una maleza espesa y una ringlera de troncos verdes reemplazaron las casas y el césped.



—Gira a la derecha para tomar la 101 —me indicó cuando estaba a punto de preguntárselo. Obedecía en silencio.



—Ahora, avanzaremos hasta que se acabe el asfalto.



Detecté cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a salirme de la carretera como para mirarle y asegurarme de que estaba en lo cierto.



— ¿Qué hay allí, donde se acaba el asfalto?



—Una senda.



— ¿Vamos de caminata? —pregunté preocupada. Gracias a Dios, me había puesto las zapatillas de tenis.



— ¿Supone algún problema?



Lo dijo como si esperara que fuera así.



—No.



Intenté que la mentira pareciera convincente, pero si pensaba que el monovolumen era lento, tenía que esperar a verme a mí...



—No te preocupes, sólo son unos ocho kilómetros y no iremos deprisa.



¡Ocho kilómetros! No le respondí para que no notara cómo el pánico quebraba mi voz. Ocho kilómetros de raíces traicioneras y piedras sueltas que intentarían torcerme el tobillo o incapacitarme de alguna otra manera. Aquello iba a resultar humillante.



Avanzamos en silencio durante un buen rato mientras yo sentía pavor ante la perspectiva de nuestra llegada.



— ¿En qué piensas? —preguntó con impaciencia.



—Sólo me preguntaba adonde nos dirigimos —volví a mentirle.



—Es un lugar al que me gusta mucho ir cuando hace buen tiempo.



Luego, ambos nos pusimos a mirar por las ventanillas a las nubes, que comenzaban a diluirse en el firmamento.



—Charlie dijo que hoy haría buen tiempo.



— ¿Le dijiste lo que te proponías?



—No.



—Pero Jessica cree que vamos a Seattle juntos... —la idea parecía de su agrado—. — ¿No?



—No, le dije que habías suspendido el viaje... cosa que es cierta.



— ¿Nadie sabe que estás conmigo? —inquirió, ahora con enfado.



—Eso depende... ¿He de suponer que se lo has contado a Alice?



—Eso es de mucha ayuda, Bella —dijo bruscamente.



Fingí no haberle oído, pero volvió a la carga y preguntó:



— ¿Te deprime tanto Forks que estás preparando tu suicidio?



—Dijiste que un exceso de publicidad sobre nosotros podría ocasionarte problemas —le recordé.



— ¿Y a ti te preocupan mis posibles problemas? —El tono de su voz era de enfado y amargo sarcasmo—. ¿Y si no regresas?



Negué con la cabeza sin apartar la vista de la carretera. Murmuró algo en voz baja, pero habló tan deprisa que no le comprendí.



Nos mantuvimos en silencio el resto del trayecto en el coche. Noté que en su interior se alzaban oleadas de rabiosa desaprobación, pero no se me ocurría nada que decir.



Entonces se terminó la carretera, que se redujo hasta convertirse en una senda de menos de medio metro de ancho jalonada de pequeños indicadores de madera. Aparqué sobre el estrecho arcén y salí sin atreverme a fijar mi vista en él puesto que se había enfadado conmigo, y tampoco tenía ninguna excusa para mirarle. Hacía calor, mucho más del que había hecho en Forks desde el día de mi llegada, y a causa de las nubes hacía casi bochorno. Me quité el suéter y lo anudé en torno a mi cintura, contenta de haberme puesto una camiseta liviana y sin mangas, sobre todo si me esperaban ocho kilómetros a pie.



Le oí dar un portazo y pude comprobar que también él se había desprendido del suéter. Permanecía cerca del coche, de espaldas a mí, encarándose con el bosque primigenio.



—Por aquí —indicó, girando la cabeza y con expresión aún molesta. Comenzó a adentrarse en el sombrío bosque.



— ¿Y la senda?



El pánico se manifestó en mi voz mientras rodeaba el vehículo para darle alcance.



—Dije que al final de la carretera había un sendero, no que lo fuéramos a seguir.



— ¡¿No iremos por la senda?! —pregunté con desesperación.



—No voy a dejar que te pierdas.



Se dio la vuelta al hablar, sonriendo con mofa, y contuve un gemido. Llevaba desabotonada la camiseta blanca sin mangas, por lo que la suave superficie de su piel se veía desde el cuello hasta los marmóreos contornos de su pecho, sin que su perfecta musculatura quedara oculta debajo de la ropa. La desesperación me hirió en lo más hondo al comprender que era demasiado perfecto. No había manera de que aquella criatura celestial estuviera hecha para mí.



Desconcertado por mi expresión torturada, Edward me miró fijamente.



— ¿Quieres volver a casa? —dijo con un hilo de voz. Un dolor de diferente naturaleza al mío impregnaba su voz.



Me adelanté hasta llegar a su altura, ansiosa por no desperdiciar ni un segundo del tiempo que pudiera estar en su compañía.



— ¿Qué va mal? —preguntó con amabilidad.



—No soy una buena senderista —le expliqué con desánimo—. Tendrás que tener paciencia conmigo.



—Puedo ser paciente si hago un gran esfuerzo.



Me sonrió y sostuvo mi mirada en un intento de levantarme el ánimo, súbita e inexplicablemente alicaído. Intenté devolverle la sonrisa, pero no fue convincente. Estudió mi rostro.



—Te llevaré de vuelta a casa —prometió.



No supe determinar si la promesa se refería al final de la jornada o a una marcha inmediata. Sabía que él creía que era el miedo lo que me turbaba, y de nuevo agradecí ser yo la única persona a la que no le pudiera leer el pensamiento.



—Si quieres que recorra ocho kilómetros a través de la selva antes del atardecer, será mejor que empieces a indicarme el camino —le repliqué con acritud.



Torció el gesto mientras se esforzaba por comprender mi tono y la expresión de mis facciones. Después de unos momentos, se rindió y encabezó la marcha hacia el bosque.



No resultó tan duro como me había temido. El camino era plano la mayor parte del tiempo y estuvo a mi lado para sostenerme al pasar por los húmedos heléchos y los mosaicos de musgo. Cuando teníamos que sortear árboles caídos o pedruscos, me ayudaba, levantándome por el codo y soltándome en cuanto la senda se despejaba. El toque gélido de su piel sobre la mía hacía palpitar mi corazón invariablemente. Las dos veces en que esto sucedió miré de reojo su rostro, estaba segura de que, no sabía cómo, él oía mis latidos.



Intenté mantener los ojos lejos de su cuerpo perfecto tanto como me fue posible, pero a menudo no podía resistir la tentación de mirarle, y su hermosura me sumía en la tristeza.



Recorrimos en silencio la mayor parte del trayecto. De vez en cuando, Edward formulaba una pregunta al azar, una de las que no me había hecho en los dos días anteriores de interrogatorio. Me interrogó sobre mis cumpleaños, los profesores en la escuela primaria y las mascotas de mi infancia... Tuve que admitir que había renunciado a ellas después de que se murieran tres peces de forma seguida. Rompió a reír al oírlo con más fuerza de lo que me tenía acostumbrada... De los bosques desiertos se levantó un eco similar al tañido de las campanas.



La caminata me llevó la mayor parte de la mañana, pero él no mostró signo alguno de impaciencia. El bosque se extendía a nuestro alrededor en un interminable laberinto de viejos árboles, y la idea de que no encontráramos la salida comenzó a ponerme nerviosa. Edward se encontraba muy a gusto y cómodo en aquel dédalo de color verde, y nunca pareció dudar sobre qué dirección tomar.



Después de varias horas, la luz pasó de un tenebroso tono oliváceo a otro jade más brillante al filtrarse a través del dosel de ramas. El día se había vuelto soleado, tal y como él había predicho. Comencé a sentir un estremecimiento de entusiasmo por primera vez desde que entré en el bosque, sensación que rápidamente se convirtió en impaciencia.



— ¿Aún no hemos llegado? —le pinché, fingiendo fruncir el ceño.



—Casi —sonrió ante el cambio de mi estado de ánimo—. ¿Ves ese fulgor de ahí delante?



—Humm —miré atentamente a través del denso follaje del bosque—. ¿Debería verlo?



Esbozó una sonrisa burlona.



—Puede que sea un poco pronto para tus ojos.



—Tendré que pedir hora para visitar al oculista —murmuré.



Su sonrisa de mofa se hizo más pronunciada.



Pero entonces, después de recorrer otros cien metros, pude ver sin ningún género de duda una luminosidad en los árboles que se hallaban delante de mí, un brillo que era amarillo en lugar de verde. Apreté el paso, mi avidez crecía conforme avanzaba. Edward me dejó que yo fuera delante y me siguió en silencio.



Alcancé el borde de aquel remanso de luz y atravesé la última franja de helecho para entrar en el lugar más maravilloso que había visto en mi vida. La pradera era un pequeño círculo perfecto lleno de flores silvestres: violetas, amarillas y de tenue blanco. Podía oír el burbujeo musical de un arroyo que fluía en algún lugar cercano. El sol estaba directamente en lo alto, colmando el redondel de una blanquecina calima luminosa. Pasmada, caminé sobre la mullida hierba en medio de las flores, balanceándose al cálido aire dorado. Me di media vuelta para compartir con él todo aquello, pero Edward no estaba detrás de mí, como creía. Repentinamente alarmada, giré a mí alrededor en su busca. Finalmente, lo localicé, inmóvil debajo de la densa sombra del dosel de ramas, en el mismo borde del claro, mientras me contemplaba con ojos cautelosos. Sólo entonces recordé lo que la belleza del prado me había hecho olvidar: el enigma de Edward y el sol, lo que me había prometido mostrarme hoy.



Di un paso hacia él, con los ojos relucientes de curiosidad. Los suyos en cambio se mostraban recelosos. Le sonreí para infundirle valor y le hice señas para que se reuniera conmigo, acercándome un poco más. Alzó una mano en señal de aviso y yo vacilé, y retrocedí un paso.

Edward pareció inspirar hondo y entonces salió al brillante resplandor del mediodía.

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